Revista de Ciências Sociais — Fortaleza, v. 51, n. 2, jul./out. 2020
DOI: 10.36517/rcs.2020.2.d03
Memoria intertextual y narrativa en la conformación de las ontologías de la naturaleza en las comunidades mazahuas de México:
reflexiones desde la ecología política latinoamericana
Las complejas relaciones entre naturaleza, cultura y sociedad adquieren formas distintas en función de las características del entorno natural y de las condiciones históricas. De ello resulta una amalgama de relaciones que, en sus significaciones culturales, construyen fundamentos epistémicos sobre el mundo, así como representaciones ontológicas y axiológicas sobre el ser humano y su naturaleza integral. Estos elementos se ven reflejados en saberes, maneras de observar, nombrar, explicar y concebir todo aquello que las rodea.
En los contextos de confrontación ontológica, epistémica y de la apropiación de espacios y recursos, la ecología política ha sido un enfoque crítico que ha analizado y denunciado estos procesos de dominación e imposición sobre la naturaleza. En Latinoamérica, ésta perspectiva ha estado en continua retroalimentación, sustentada por diversos académicos y activistas, algunos de ellos provenientes de las propias comunidades indígenas que han exaltado la relevancia de sus constructos ontológicos sobre la naturaleza. En ese sentido, consideramos relevante enfatizar los procesos que enmarcan la continuidad de la transmisión de la información que forja los imaginarios sociales en los contextos de inclusión de nuevos actores sociales a los escenarios comunitarios o actores con presencia histórica, pero con nuevas tendencias discursivas e imposiciones ideológicas que tienen un efecto en las dinámicas de articulación ser humano-sociedad-naturaleza.
En este texto, daremos algunos acercamientos a las tendencias de la ecología política latinoamericana como referente analítico. Nos interesa enfatizar la memoria social de las comunidades mazahuas desde la interacción de experiencias intertextuales que encausan una forma de interpretar y actuar en el entorno – entendido éste como un bio-territorio –, ante diferentes formas de control de la naturaleza por parte del Estado y empresas privadas.
El agua, además de ser un elemento vital para la subsistencia humana de los pueblos mazahuas, ha marcado diferentes procesos de representación simbólica, donde ésta no es percibida sólo como un recurso natural, sino como parte de una realidad integral y relacional (ESCOBAR, 2015) por estas poblaciones originarias. El agua como un referente de vida, es expresión de las condiciones de supervivencia biológica y, evidentemente, es un referente simbólico que atraviesa las cosmologías de los pueblos por su relevancia vital. Su trascendencia se transmite en las narrativas que expresan relaciones socioambientales de gran arraigo. Éstas son construcciones que se tejen tanto en las formas de vinculación y apropiación del entorno, en los usos, prácticas, conocimientos y significaciones de la naturaleza, como de las posturas ejercidas por las normativas del Estado, sus instituciones y políticas que generan transformaciones en el ambiente y en los paisajes culturales.
Eckart Boege (2008) plantea que las comunidades indígenas en México, a partir de sus zonas culturales, han conservado la diversidad biológica como recurso para la supervivencia, además de ello, sus territorios son espacios de captación de agua muy significativos, el 23.3% del total nacional, en cuanto a captación vertical, se produce en el territorio de los pueblos indígenas, ya que la mayoría de éstos son cabeceras de las cuencas.
Metodológicamente, se realizó trabajo de campo en las comunidades mazahuas, en las regiones centro-noroccidente y occidente, cercanas a la cuenca del Lerma y Cutzamala. A partir de la etnografía y entrevistas a profundidad, se analizó la percepción del agua y la naturaleza como construcción narrativa de la memoria social en los procesos de transformación del entorno, derivados de proyectos de trasvase y la instalación de industrias privadas en los territorios indígenas.
La naturaleza como entidad biológica, así como su aprehensión social a partir de las dinámicas de vida de los seres humanos, es también un referente que, eminentemente en el contexto capitalista, responde a posibilidades de maximización económica, a partir de su aprovechamiento y la percepción que de ella se genera como “recurso”. Como un bien económico, la naturaleza es susceptible de asumirse como un elemento de control y disputa. La tierra constituyó la base de la riqueza de los individuos en los siglos que precedieron el mundo contemporáneo neoliberal (PIKETTY, 2014). A pesar de que la tierra, la biodiversidad y el subsuelo siguen siendo las principales fuentes de explotación de los sistemas extractivistas, en tiempos recientes, nuevas formas de colonización se hacen presentes a partir de la privatización de elementos de la naturaleza que históricamente fueron concebidos para el acceso libre, tal es el caso de los recursos hídricos y la atmósfera.
La persistente colonialidad que afecta a la naturaleza latinoamericana, la misma, tanto como realidad biofísica, como su configuración territorial, aparece ante el pensamiento hegemónico global y ante las elites dominantes de la región como un espacio subalterno, que puede ser explotado, reconfigurado, según las necesidades de los regímenes de acumulación vigentes (ALIMONDA, 2011).
La lógica de interacción y de experiencia en la naturaleza ha dado un giro cada vez más drástico, a partir de las políticas neoliberales que han impuesto una ruptura sistémica y vivencial de los sujetos. La economía verde surgida en la década de 1970 replanteó las dinámicas de apropiación de los bienes públicos, a su vez, algunas de las políticas ambientales se han dirigido a las tendencias de privatización, a partir de la figura de “concesión” a empresas que supuestamente pueden dar continuidad y mantenimiento a éstas, mientras que el Estado se desprende de la obligatoriedad de la protección ambiental, de los bienes comunes y del derecho a la naturaleza (FIGUEROA, 2017).
Así, elementos que jurídicamente fueron legitimados como propiedad de la nación y por tanto bienes públicos, en las políticas neoliberales se ha transformado su estatus de propiedad, tal es el caso de la privatización de la atmosfera bajo las políticas del mercado de carbono, así como la privatización del agua. En el caso de México, existen algunos antecedentes como la Ley General de Aguas, aprobada por la Cámara de Diputados el 04 de marzo de 2015. Estos desajustes normativos enmarcan lo que Noel Castree (2008) define como neoliberalización de la naturaleza.
Como lo plantean algunos autores (LEFF, 2004; ALIMONDA, 2011, 2017; ESCOBAR, 2015; SKOLIMOWSKI, 2017, entre otros), la modernidad ha trascendido occidente y se ha enraizado en las formas de pensar casi como un carácter global. Con ello, se ha “naturalizado” la racionalidad moderna como forma de interacción entre el ser humano y su entorno. Es precisamente que, en este escenario, la ecología política surge como una posibilidad reflexiva y activa ante los conflictos y depredación que se gesta en torno a la naturaleza, entendiendo que las dinámicas de su apropiación están eminentemente influenciadas y marcadas por relaciones de poder, conflictividades y desfases sociales de gran relevancia, incluso procesos de ecocidio, que al mismo tiempo se convierten en epistemicidios (SANTOS, 2003; 2009), en muchos casos ligados a los etnocidios. En ese sentido, la ecología política es una posibilidad y un campo de resignificación de las políticas y el ejercicio del poder, como crítica para repensar la naturaleza, la cultura y en general al ser humano como un ser integral.
A partir de la década de 1960, se empezaron a retomar como elementos de análisis las formas de resignificación de la naturaleza, así como los procesos sociales relacionados a lo ambiental (LEFF, 2003). Los temas ambientales tomaron una visión política a partir de la influencia de los movimientos sociales que denunciaron el ejercicio de control imperialista de los territorios y recursos en diversas latitudes. El deterioro ambiental adquirió una perspectiva diferente desde las nociones críticas que asumen que éste no se concibe sólo a partir de la falta de prácticas ambientalistas, sino desde los factores estructurales que han fortalecido condiciones de desigualdad económica, marginación, procesos extractivistas y la acumulación por desposesión (DURAND et al., 2011).
Si bien, el campo de la ecología política surgió del contexto anglosajón como una disciplina crítica sobre el acceso desigual de los recursos naturales y los conflictos resultantes (MOREANO et al., 2017), así como de la vertiente francesa con perspectivas semejantes; la perspectiva latinoamericana, a pesar de retomar estas influencias, ha generado posiciones académicas y activistas muy significativas que están dando base a una corriente que ha retomado la situación histórica de la región. La subordinación latinoamericana como proveedor de materias a los intereses imperialistas de las potencias europeas y de Norteamérica ha marcado nuestro devenir histórico (GALEANO, 2004), lo cual se hace visible en una perspectiva regional compartida.
Como lo plantean Toro y Martín (2017), en Latinoamérica se ha conformado un pensamiento político ambiental complejo que, además de aportar a la comprensión de lo socioambiental en nuestra región, también contribuye a la comprensión global e histórica de estos problemas, así como a las experiencias de lucha por la “r-existencia” territorial ante los procesos de despojo y devastación socioambiental.
La ecología política latinoamericana deviene de la tradición del pensamiento crítico latinoamericano, el cual está en la disconformidad con el estado de cosas existente, así como en la búsqueda de alternativas, a partir de la comprensión de la situación actual (ALIMONDA, 2017). Esta corriente tomó desde sus orígenes una posición “situacional”, en gran medida vinculada a las reflexiones de algunos precursores de la filosofía latinoamericana (ZEA, 1972; GAOS, 1943; VILLORO, 1950), que asumieron la relevancia de entender el papel de América Latina en la reflexión sobre el conocimiento fundado en las propias circunstancias históricas.
Alimonda (2017) plantea que la perspectiva de la ecología política latinoamericana implica una epistemología crítica, donde se genere el cuestionamiento de las categorías y procedimientos de los discursos científicos dominantes. Este autor asume que el pensamiento latinoamericano ha sido históricamente “antropofágico”, cuestionando las elaboraciones intelectuales y estéticas provenientes de los centros metropolitanos. Por ello, la ecología política latinoamericana es una continuidad del pensamiento crítico latinoamericano.
Para justificar dicha continuidad, Alimonda plantea algunos supuestos: ambas tienen como punto de origen la duda sobre nuestra identidad y la búsqueda sobre las claves de la misma; ésta búsqueda sólo puede reencontrarse en las claves del pasado y su reinterpretación, en el caso de la ecología política, a través de la historia ambiental. Ambas posturas plantean una realidad geo-histórica común latinoamericana, en la que se reconocen, aún cuando se enfocan a casos nacionales particulares. Tanto en el pensamiento crítico como en la ecología política que se hace en Latinoamérica, existe una común desconfianza hacia el instrumental teórico y metodológico de las ciencias sociales convencionales. En ese sentido, la ecología política latinoamericana se ha establecido en diferentes áreas disciplinarias a través de un giro eco-político, que ha vinculado diferentes campos de análisis, así como un proceso de recomposición intelectual para formular respuestas (ALIMONDA, 2017).
Moreano et al. (2017) consideran que hay “marcadores de identidad” de la ecología política latinoamericana que tienen que ver con diferentes aspectos: la adhesión a la teoría decolonial, donde se problematizan los efectos de la modernidad en las naturalezas latinoamericanas, su población y sus culturas; el carácter reflexivo de la investigación empírica, bajo la lógica de que América Latina se estudia a sí misma; y la visión particular sobre el territorio, la cual está moldeada, en gran medida, por la territorialidad indígena y la pertenencia a un lugar.
La línea decolonial de la ecología política latinoamericana se ha orientado hacia el reconocimiento de la diversidad de naturalezas y sociedades. En tal caso, se vuelve significativo asumir la necesidad de una decolonialidad epistémica ante la dicotomía moderna entre cultura y naturaleza; la decolonialidad política que ponga a discusión la noción de progreso/desarrollo; así como la decolonialidad étnica y de género que reconozca las diferentes racionalidades y espiritualidades asociadas a las diversas naturalezas tanto en relación a la subordinación como a su conexión con la naturaleza (MOREANO et al. 2017).
El tiempo-espacio que constituye nuestra situación latinoamericana ha marcado un sentido histórico enraizado a los procesos económicos y políticos de la colonización española y de control capitalista en las centurias recientes. No obstante, un sentido significativo ha sido repensar el espacio, no sólo en relación a los proyectos nacionales, sino en los territorios de las comunidades indígenas que han sido negados por los propios proyectos nacionalistas latinoamericanos. En ese sentido, se desprenden dos elementos de relevancia: el territorio y la memoria social. El primero como el espacio cultural y de vida, afianzado históricamente. En el caso de la mayoría de los pueblos indígenas, se han formado estrategias de vinculación sustentable, además de un complejo mundo de valores e interacciones con las entidades del entorno. Por otro lado, la memoria social e intertextual ha sido un proceso constante de recreación situacional que se hace presente en situaciones de confrontación epistémica y de extracción de recursos.
Los pueblos indígenas han enfatizado la relevancia de los territorios simbólicos, ante los constructos de territorios económicos por parte de los estados y las empresas transnacionales (ALIMONDA, 2011). En ese sentido, los movimientos en defensa del territorio están acompañados de una apología de las formas de vida que tienen un arraigo de gran aliento, esto implica no sólo la posesión del espacio – la territorialización – sino un conglomerado de sistemas de pensamientos y formas de definición del ser, de lo propio y del mundo en general.
Por ello la importancia de que la ecología política centre su análisis en las interacciones sociales que pueden enmarcar condiciones de conflictividad o diferencialidad en las formas de acceso, uso y control de los recursos naturales, así como en los procesos de agencia y dinámicas de apropiación del entorno, mediante improntas que determinan el sentido de la naturaleza socializada (FIGUEROA, 2017).
En años recientes, los movimientos sociales que tratan de hacer visibles los sistemas de colonización cultural y económica, han ponderado la importancia de las epistemologías indígenas como una forma de descolonización (DELGADO, 2003; SANTOS, 2009; GROSFOGUEL, 2007; entre otros). En esa medida, se han generado movimientos de etnogénesis (BARTOLOMÉ, 2008) que resultan significativos para el proceso de revalorización de los conocimientos indígenas, algunos de ellos ligados a la defensa de los territorios ancestrales, simbólicos y cotidianos que han sido afectados por las políticas estatales y la acción de grupos empresariales para monopolizar el espacio y los recursos naturales.
Los movimientos “etno-territoriales” no sólo son luchas políticas en defensa de los territorios o de los recursos, sino que enfatizan otras dimensiones: la dimensión de la vida o dimensión ontológica. Ésta adquiere un sentido “relacional” al concebir la existencia de un todo, “nada (ni los humanos ni los no humanos) preexiste a las relaciones que nos constituyen” (ESCOBAR, 2015, p. 29).
Gran parte de los movimientos indígenas contemporáneos no sólo son una defensa de los espacios comunitarios, son movimientos que defienden su entorno natural y sus cosmologías. A este tipo de movimientos los podemos definir desde la defensa bio-territorial, que ha trascendido las demandas agraristas de mediados del siglo XX, ahora enfocándose a la protección de los territorios culturales considerados como espacios de vida, ya sea porque el espacio mismo es asumido como una entidad viviente, un espacio donde habitan entidades naturales y supranaturales, así como un espacio que da vida al ser humano desde un sentido integral y relacional.
Muchas de estas sociedades comparten sistemas comunitarios que marcan dos elementos centrales en el debate sobre la percepción de la naturaleza: la confrontación con la perspectiva de la propiedad privada y lo que implica en términos de uso y aprovechamiento del entorno y sistemas de organización social; por otro lado, la percepción de la naturaleza como entidad sacralizada o por lo menos anímica en contra de la naturaleza como capital (FIGUEROA, 2017).
Un punto a resaltar en las epistemes indígenas es que éstas no se desarrollan en ámbitos estrictamente locales o cerrados, por el contrario, son reproducciones que abarcan tanto las dinámicas propias de las sociedades que las asumen como sistemas axiológicos, al tiempo en que también son un elemento de disputa ante influencias sociales de diferentes escalas que implican las revaloraciones significativas del sistema de creencias y de las recreaciones sobre el entorno.
La historia ambiental ha sido un referente importante para la comprensión de los procesos de acción en los entornos naturales (ALIMONDA, 2017). De igual trascendencia son las historias locales que formulan y resignifican narrativas sobre el pasado, ya sea mítico (o atemporal) o histórico (como una historia documental o físicamente verificable). La relevancia de la memoria social y su constructo narrativo en torno a lo ambiental, se enmarca en las formas de vivenciar, experimentar y comprender el tiempo-espacio.
Halbwachs ha expuesto la importancia de los marcos sociales de la memoria, los cuales se van constituyendo a partir de las vivencias de la infancia y el vínculo generacional. La parte social e histórica de nuestra memoria es más amplia de lo que pensamos, debido a que hemos adquirido diversos modos de recordar y de precisar los recuerdos, más allá de los puntos de vista individuales. Es evidente que reconstruimos, pero esta reconstrucción opera según las líneas ya marcadas y dibujadas por nuestros recuerdos o los de los demás (HALBWACHS, 2004, p. 78). La memoria social se arraiga a través de diversos ejercicios del recordar, que recrean constantemente el pasado a partir de rituales que establecen su continuidad y reactivación. Este proceso involucra la corporeidad como reflejo de lo individual en la práctica social (CONNERTON, 2006).
Si bien es cierto que los referentes sociales son fundamentales en la forma en que construimos las experiencias, así como el interés en algunos tópicos que socialmente se han considerado relevantes; otras posturas analíticas han puesto en duda la condición colectiva de la memoria. Pollak (2006) plantea que el abordaje durkheniano, del cual es parte Halbwachs, pone énfasis en la fuerza casi institucional de la memoria colectiva, como algo duradero continuo y estable, acentuando sus funciones positivas como refuerzo de la cohesión social; sin embargo, no identifica imposiciones, sistemas de dominación o violencia simbólica en la memoria colectiva.
El énfasis de Pollak está en los procesos y actores que intervienen en la constitución y formalización de las memorias. Este autor advierte que, en un nivel individual, la memoria es indisociable de la organización social de la vida, no obstante, debe de haber un análisis que aborde cómo las memorias son construidas, deconstruidas y reconstruidas, lo cual implica un trabajo psicológico de los individuos que tienden a controlar las tensiones y contradicciones entre la perspectiva oficial del pasado y los propios recuerdos personales.
En una posición semejante, Olick (1999) ha cuestionado lo colectivo en la memoria social a partir de la tensión entre la agregación del marco social en las memorias individuales. Este autor acepta la relación entre el entendimiento individual y colectivo, sin embargo, considera que existe una tensión que deviene del hecho de que la memoria ocurre en lo público y en lo privado, por tanto, este proceso es en parte constituido por procesos psicológicos. Olick asume que la memoria está basada en principios individuales, por tanto, tendríamos que referirnos a una memoria individual presocial, siendo la memoria social la resultante de los discursos públicos acerca del pasado, narrativas e imágenes que hablan de la colectividad, al igual que la gran variedad de procesos mnemotécnicos, prácticas y resultados, neurológicos, cognitivos, colectivos y personales.
En ese sentido, podemos asumir que la memoria social, si ésta llegara a existir, sólo sería el fruto de una mediación e integración de distintas memorias (MONTESPERELLI, 2005). El efecto de los referentes sociales se hace presente en las exégesis individuales que, al objetivarse y narrarse, se convierten en fuente de lo social, en una forma discursiva de lo comunitario (FIGUEROA, 2015). Esta condición se acerca a lo que Abercrombie (2006) refiere sobre la memoria social como un “hacer” el propio pasado, a partir de formas concretas por las cuales la gente se constituye tanto en un carácter personal como en sus formaciones sociales a través de sus acciones comunicativas.
La diversidad de posturas ejercidas en la construcción de las memorias sociales se enfrenta a lo que Pollak, retomando a Henry Rousso, identifica como el “encuadramiento” de la memoria, es decir, la cohesión a partir de marcos y puntos de referencia que implican ciertas exigencias de justificación. Este proceso involucra diversas interpretaciones y combinaciones del material provisto por la historia.
Las memorias subterráneas que, como parte de las culturas dominadas o minoritarias se oponen a la memoria oficial, llegan a mantener su continuidad en condiciones de silencio o silenciamiento, resurgiendo en momentos críticos a través de la exacerbación de la confrontación con los discursos que sustentan las memorias oficiales (POLLAK, 2006). Los procesos contingentes permiten el resurgimiento de recuerdos, por tanto, la memoria social, entendida como una serie convencional de narración y acción articulada a un tiempo y espacio, se moldea a partir de situaciones de dominación (ABERCROMBIE, 2006).
La interacción entre las diversas memorias subalternas y hegemónicas, complejizan el problema de la comprensión de una memoria “social”, no obstante, partiendo de la coimplicación de dichas memorias, pueden ser entendidos los juegos de la significación. Un sustento hermenéutico nos acerca a la comprensión de esta situación, ya que la experiencia misma y su objetivación, necesariamente están inmiscuidas en la visión de la tradición (GADAMER, 2005). En ese sentido, la comprensión de la intertextualidad que teje los caminos y bifurcaciones de la memoria, a través de diversas fuentes discursivas, está caracterizada fundamentalmente por las formas de mediación, en las cuales se entrelazan la representatividad y las relaciones de poder.
Los diversos caminos de la memoria no implican concretamente la selección de recuerdos y el modelaje de éstos a partir del olvido, puesto que, los recuerdos pueden permanecer ocultos según los intereses de los grupos que sustentan una memoria hegemónica, o están transitando subterráneamente en otros imaginarios que han sido relegados pero que siguen estando presentes. En varias ocasiones, estas “visiones de la realidad” pueden posicionarse en el embalaje significativo, dependiendo de las circunstancias contextuales. El flujo de la memoria sustenta su fuerza a partir de la confrontación y la mediación de los canales creados en la interacción, esto permite que en la realidad emergente la voz de las diversas memorias subsista en los sistemas significativos sociales.
La intertextualidad expone diferentes narrativas entrecruzadas, las cuales cohabitan el espacio y la interpretación del pasado. Pero el problema no está únicamente en las negociaciones y treguas de las diversas memorias locales, sino que en sí mismas, las tramas narrativas despliegan visiones diversas sobre el tiempo y el espacio. La vida de la cual somos testigos cotidianamente se nos presenta como un intrincado tejido de historias, intrigas, acontecimientos de efecto tanto en lo público como en lo privado, y de implicaciones en la forma en que nos narramos unos a otros (AUGÉ, 1998, p. 39).
El sentido ontológico que una sociedad construye culturalmente no es una condición inmutable o esencial, por el contrario, es un proceso donde interactúan narrativas generadas en dinámicas de arraigo cultural y de conexión con otras perspectivas diferenciadas, que no sólo comprometen puntos de vista sobre un determinado tópico, sino una visión más amplia de la realidad. En esas dimensiones, las posibilidades epistémicas y ontológicas son el resultado de las experiencias humanas con su mundo relacional.
Lo que se puede entender como una memoria social en términos de la asociación de los acontecimientos sociales, las exégesis personales sobre ese proceso y las dinámicas que socialmente se establecen para recordar, robustecen los vínculos de las experiencias comunes en una co-relación tiempo-espacio, tal como lo planteara Bajtin (1989) respecto a los cronotopos que, como indicadores espacio-temporales, se funden en un todo concreto, puesto que el espacio es sensible de los movimientos del tiempo de la acción y de la historia.
La memoria social pensada desde una lógica de diversidad interna implica asumir la presencia de “memorias sectoriales”, las cuales son efecto de las encrucijadas sociales, las diferencias generacionales, las motivaciones e intereses políticos, así como la interpretación histórica. La memoria, además de ser el resultado de la dualidad individuo/sociedad, es sobre todo la coimplicación de los diversos flujos significativos que contienen visiones particulares de la realidad, del ser y el entorno, sea este natural, sobrenatural o transnatural (FIGUEROA, 2015).
Es por ello que definimos a la memoria social desde sus diversos flujos intertextuales, referenciales y significativos, generados a partir de la acción de diferentes actores y grupos sociales, los cuales puedan estar enmarcados en procesos locales, de interés político, económico, de clase u otros. La memoria intertextual sobre lo socioambiental implica características activas, dinámicas, propositivas y constructivas de la realidad emergente. El carácter dinámico de la memoria nos muestra un proceso en el cual la tradición, los acontecimientos, el recuerdo, el pasado y el entorno están en constante resignificación a partir de nuevas perspectivas y discursos que presentan las circunstancias contextuales y coyunturales.
La memoria social como proceso intertextual es una dinámica fundada en la poiesis, es poética que se articula con el espacio vivido. En ello se hace conveniente plantear la reflexión de que el tiempo y el espacio no sólo se piensan, sobre todo se “sienten”. Esto es lo que da origen a una ecoestética: la estética del mundo reconocido, vivido, habitado, enraizado en la experiencia humana.
Noguera y Giraldo asumen que el pensamiento estético ha dejado de ser un pensamiento dirigido a lo bello y se ha convertido en una forma de pensar las maneras de hacer, crear, co-crear, transformar las texturas de la tierra-naturaleza-vida, por los cuerpos vivos, que son emergencias estéticas de la tierra (NOGUERA; GIRALDO, 2017, p. 80). En esa idea, la transición de lo epistemológico a lo ético-estético no es un abandono de lo epistémico, sino el énfasis del habitar como un saber estar. Esto implica redirigir nuestra atención del cómo conocemos, al cómo habitamos, siendo esta última la pregunta fundante para entender el cómo conocemos, cómo sentí-pensamos (NOGUERA; GIRALDO, 2017).
El ser humano narra y escucha, habita su mundo, no sólo con palabras y con el pensamiento, sino con su experiencia corporal que se enfatiza en su exégesis narrativa. No sólo es el ser como lenguaje, es el ser que delinea su mundo, su hábitat. Es en ese campo que la narrativa y su resultante memoria socializada son pensamiento poético.
Noguera y Giraldo se plantean la pregunta ¿para qué poetas en tiempos de extractivismo ambiental? Su respuesta es contundente: el pensamiento poético es una potencia para comprender la crisis ambiental y construir soluciones profundas. Retomando a Hölderlin, estos autores consideran que sólo los poetas serán capaces de comprender los lenguajes, las expresiones de la tierra, para dejar a la naturaleza seguir su rumbo (NOGUERA; GIRALDO, 2017, p. 79). En ese sentido, podemos asumir que las comunidades que mantienen la transmisión de sus narrativas de gran arraigo, sus ecomitologías, se enmarcan en una condición poética de creación y recreación de las narrativas del ser-mundo-naturaleza. Su constructo narrativo y de rememoración refuerzan su “identidad narrativa” (RICOEUR, 1996).
Estas definiciones del ser social-natural son racionalidades ambientales (LEFF, 2004) que enfatizan un sentido de vida de las sociedades humanas, enraizado con su entorno natural de forma inherente, diferente a los constructos de la naturaleza como recurso del capital económico. En ese sentido, la ecología política da cuenta del campo de confrontación de las racionalidades diferentes: la racionalidad de la modernidad que conduce al mundo a una dinámica de des-tradicionalización y de progreso hacia la entropización del planeta; a diferencia de la racionalidad del reconocimiento de los diversos mundos de vida (LEFF, 2017).
El Estado de México, localizado en la zona central del país, alberga parte de tres regiones hidrológicas: Lerma-Santiago, Balsas y Pánuco, siendo cabecera de las cuencas principales de los ríos que llevan el nombre de sus regiones hidrológicas: Lerma, Balsas y Pánuco. (INEGI, 2001). Las comunidades mazahuas están asentadas en zonas vinculadas a los afluentes del Balsas y del Lerma, de igual forma, estas regiones cuentan con una importante masa forestal, en la zona poniente se tiene el santuario de la Mariposa Monarca que se comparte entre el Estado de México y el de Michoacán, cubriendo una extensión de 56,259 hectáreas (CONANP, 2001). Según el Censo INEGI (2010), en el Estado de México hay 116,240 hablantes de la lengua mazahua, lo cual la hace la lengua originaria con mayor vitalidad en la entidad. Su población se concentra en 12 municipios de la zona central, noroccidental y occidental del estado.
La agricultura de autoconsumo y comercial fue la base económica de los pueblos mazahuas, apoyado por la ganadería y aprovechamiento de animales de traspatio y recolección de frutos, vegetales y hongos en las llanuras y bosques. Esta forma de vida tuvo una severa transición a partir de procesos migratorios laborales hacia diversas ciudades del país, principalmente la Ciudad de México para el trabajo en la construcción, comercio ambulante y servicio doméstico (GÓMEZ REYES, 2011a), así como la migración internacional para el trabajo en los campos agrícolas de países del norte del continente. La formación de zonas industriales cercanas a las comunidades mazahuas ha generado una transición de los esquemas laborales regionales, así como el uso y aprovechamiento del suelo, proceso que se agudizó de manera drástica a partir de la década de 1960 con la incorporación de la zona industrial Pastejé en el municipio de Jocotitlán.
El estilo de vida basado en los sistemas lacustre y agrícola que caracterizó al Valle de Toluca y los valles aledaños, se vio trastocado por los procesos de industrialización y urbanización de mediados del siglo XX, siendo los proyectos de trasvase unos de los que generaron mayores efectos en la región, desecando lagunas y mantos acuíferos. De igual forma, la contaminación afectó las cuencas a partir de los residuos industriales que han sido vertidos a sus afluentes. El caso más drástico de contaminación lo presenta la cuenca del río Lerma, el diagnóstico de la calidad del agua lo considera como no apto, casi en su totalidad, para el abastecimiento de agua potable, mientras que un 60% tiene calidad regular para uso recreativo y para la conservación de flora y fauna, sólo el 40% es considerado como adecuado para su uso agrícola e industrial (INEGI, 2001, p. 64).
A diferencia de esta cuenca, el río Cutzamala, perteneciente al afluente del Balsas, se ha convertido desde hace 40 años en la fuente más importante para la distribución de agua hacia la Ciudad de México y municipios conurbados del Estado de México. La cuenca del Cutzamala atraviesa los municipios donde se encuentran las tierras comunales y ejidales de los pueblos mazahuas del occidente del estado. A partir de las acciones del Plan Cutzamala y sus efectos en la zona, se han generado conflictos socioambientales ligados a la violación de los derechos comunales y las afectaciones agrícolas provocadas por las inundaciones de tierras de las poblaciones indígenas.
En el 2003, los campesinos mazahuas de diferentes localidades exigieron una indemnización a la Comisión Nacional del Agua (Conagua), ya que el desbordamiento de la presa Villa Victoria, perteneciente al Plan Cutzamala, afectó las tierras de cultivo de las localidades indígenas del municipio de Villa de Allende. A este problema se sumaron otros factores históricos como la extracción del agua, a través de la planta potabilizadora de Los Berros, que es parte del Sistema Cutzamala… así como la desigual distribución del líquido entre las localidades Mazahuas (GÓMEZ REYES, 2011b, p. 88).
Los afectados demandaron en un pliego petitorio la dotación de agua potable, la restitución de tierras expropiadas por la Conagua y que no fueron utilizadas para el Sistema Cutzamala, un plan de desarrollo sustentable para la zona, además de la indemnización por los daños ocasionados por la inundación (GÓMEZ-FUENTES, 2009). Con estas acciones se empezó a gestar la formación del “Frente para la defensa de usos y costumbres de los derechos humanos y recursos naturales del pueblo Mazahua” que es comúnmente conocido como el Frente Mazahua.
La organización fue fortaleciéndose y las demandas no se limitaron sólo a aspectos relacionados con los recursos hídricos y las tierras afectadas, sino también a la generación de oportunidades laborales para resarcir la marginalidad social y económica. Ante ello, se solicitaron proyectos principalmente ligados a la agricultura. A principios del 2014, se empieza a intensificar las acciones de los demandantes, realizando una manifestación de la comunidad de Cerro de Salitre a la planta potabilizadora de los Berros, perteneciente al Sistema Cutzamala. Efectuaron el cierre simbólico de las instalaciones, entregaron un oficio a la Conagua para negociar el caso y se instalaron a la entrada de la planta alrededor de una semana. Las negociaciones fueron lentas sin claros planteamientos resolutivos por parte de las instancias federales.
En ese proceso, surgió una vertiente del movimiento social que se hizo llamar Ejército Zapatista de Mujeres Mazahuas en defensa del agua, en cierta medida, retomando la fuerza del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional. En ese contexto, se expusieron los problemas de marginación y desigualdad en la distribución de los recursos hídricos, así como la discriminación étnica y de género que ha sido una constante histórica en México. En esa índole, se retomaron referentes simbólicos ligados a la milpa, la alimentación, la lengua y la vestimenta tradicional, para legitimar el movimiento social desde una perspectiva étnica.
Mas allá de los elementos simbólicos de carácter étnico y de representatividad social, hay un conjunto de referentes cosmológicos en el pensamiento mazahua que tienen como componente central el agua y la milpa,1 de los cuales se desprende un calendario ritual y festivo, así como narrativas que muestran un sentido anímico de la naturaleza con referentes muy diversos, algunos de ellos posiblemente de la época mesoamericana.
Las políticas de modernización y desarrollo del Estado, en las cuales se insertan los proyectos de trasvase de mantos acuíferos, así como las políticas contemporáneas de conservación ambiental y protección forestal, aunado a los procesos de transformación de la forma de propiedad y uso del suelo, han gestado imaginarios diversificados. No obstante, hay notorias referencias que muestran que en la actualidad las comunidades mazahuas, a pesar de estar vinculadas a los sistemas capitalistas globales, aún mantienen ciertas valoraciones anímicas de la naturaleza. La tradición oral y las prácticas rituales son ejemplos del sistema cosmológico donde se expresan esas percepciones de sacralización de los elementos de la naturaleza y su orden supranatural.
Las comunidades indígenas mazahuas, en la mayoría de los casos, tienen un conglomerado de narraciones que marcan una relación significativa con el agua y la naturaleza en general. Sus narrativas no sólo tienen tintes lúdicos, sino que las historias suelen transmitir de forma directa un sentido ontológico y axiológico que, a su vez, se refuerza con aspectos anecdóticos y cotidianos de la relación de los pobladores con el agua y otros elementos del entorno natural. Estas interconexiones, además de responder a las condiciones pragmáticas, se ligan a los elementos simbólicos que dan forma al imaginario social y su reproducción cultural.
En la cosmovisión mesoamericana, se identifica la correlación entre el agua y los cerros, estos últimos como contenedores de agua y espacios de conexión con el Tlalocan (SAHAGÚN, 1997). El Xinantecatl (Nevado de Toluca), en conjunto con el Volcán de Jocotitlán (también conocido como cerro de Joco) tienen una simbología relevante para los pueblos mazahuas. Se considera que el Volcán de Jocotitlán tiene agua en su interior y tanto éste como el Xinantecatl son vistos como entidades vivas que platican entre ellos (GALINIER, 2006).
En el trabajo de campo, nos encontramos con varias historias semejantes. Un poblador mazahua nos contó esta historia:
El cerro de Jocotitlán y el cerro del Tita se iban a casar, ese cerro es mujer (el Tita) y este cerro (el Joco) es hombre. El Tita no quiso casarse con el Joco y éste, por molestia le quitó todos sus árboles, lo peló, y se casó con el Xinantecatl. El Xinantecatl sí aceptó, por eso cada que nieva, el Joco le pone su reboso blanco, queda todo nevado. (Entrevista a Ismael L. Ixtlahuaca, Estado de México, julio de 2018).
Algunos rituales propiciatorios de lluvia se siguen realizando en las comunidades mazahuas, tal es el caso de las peregrinaciones y ofrendas de pedimento en los cerros y cuerpos de agua. Además de ello, se considera que tanto los cerros como los ríos y manantiales son entidades vivas que se manifiestan a través de su capacidad generadora de agua, como en entidades que pueden llegar a convivir con los seres humanos en ciertas condiciones. De igual forma, hay una vinculación de la lluvia con los ancestros, ya que éstos son los protectores de los cerros (VÁZQUEZ, 2008).
Las fiestas religiosas y, en general, el calendario ritual está vinculado con la temporada de lluvias y de secas, las cuales constituyen el sistema ritual asociado a la siembra del maíz de temporal (aunque en la actualidad también se hace presente la producción de riego en las comunidades mazahuas). La fiesta del día de la cruz (el 3 de mayo), así como la festividad de San Isidro (15 de mayo), son fundamentales por su relación con el inicio del periodo de lluvias. En el occidente del Estado de México, las mayordomías realizan el “lavatorio” de las prendas de los santos en los manantiales y ríos de sus poblados en “domingo de ramos”, con ello, se da la conjunción de una festividad sagrada católica con el simbolismo purificante del agua fluvial. Este ritual es previo a los rituales propiciatorios de lluvia, como es el caso de la festividad de la Cruz y San Isidro. De igual forma, es de relevancia las festividades dedicadas a la Virgen de la Asunción (15 de agosto), para recibir el maíz y preparar simbólicamente los próximos terrenos para la siembra.
La configuración de la naturaleza en la cosmovisión mazahua es un proceso plural, es decir, no hay una sola cosmología, sino que son constructos cosmológicos que se han diversificado a lo largo de estos 500 años de contacto con tradiciones culturales europeas y de diversa índole. Las poblaciones mazahuas han conformado imaginarios semejantes, aunque con sus propios matices sociohistoricos, los cuales se han visto reflejados en las formas de definir la ontología de la naturaleza ante diversas situaciones emergentes.
Los pueblos mazahuas del centro y noroccidente del Estado de México además de tener como referente significativo el volcán de Jocotitlán, y los cultos en este cerro y en el llamado “Cerrito”, también tienen una tradición oral muy añeja donde figuras como el Menye o “Chaparrito” siguen siendo vigentes como forma de representar la humanización del agua.
Algunas personas de los pueblos mazahuas consideran que el Menye o Chaparrito es el protector y dueño del agua. Principalmente se le llega a ver en lagunas, arroyos, zanjas, en el monte o incluso en la milpa. Lo nombran el Chaparrito porque dicen que es una persona pequeña “como un niño”. Aunque el Menye es identificado como una entidad protectora, también se le llega a percibir como un espíritu maligno, que puede causar el “mal aire” o el ahogamiento de personas. Esta última percepción es parte de un proceso sincrético en el cual las deidades o elementos espirituales de la tradición mazahua han sido concebidos como elementos negativos por parte de la iglesia católica y las iglesias cristianas y protestantes. Diversas historias se cuentan en las comunidades mazahuas cercanas a la cuenca del Lerma, en ellas se habla de personas que le ofrecieron su alma al Chaparrito a cambio de obtener un beneficio, principalmente la abundancia de peces.
Algunas personas comentan que la tarde y la noche son los momentos en que el “Dueño del agua” está en los manantiales y pozos. Estos lugares se vuelven sagrados, no se puede sustraer de ellos agua, al menos que se le pida permiso al Menye. También se creé que hay momentos en el día que afectan al ser humano, lo nombran como la “hora mala”; la cual puede ser a las doce del día o a las siete de la noche. En ese “tiempo”, el espíritu del ser humano se vuelve vulnerable y puede agarrar un “mal aire”, provocando molestias como mareo, dolor o vómito. Esos malestares deben ser atendidos por un médico tradicional. Esas horas son relacionadas con el espíritu de la tierra, son los momentos en que ésta tiene hambre y necesita algo, por eso toma el espíritu de las personas para que le hagan una ofrenda.
Otras figuras anímicas que se relacionan en términos simbólicos con el Menye son el Tritón, la sirena y la serpiente. El Tritón es un “espíritu del agua”, que de acuerdo a diversas historias se presenta como humano y da abundancia. En algunas de las historias contadas por pobladores mazahuas, las mujeres desaparecían porque se las llevaba el tritón. Por su parte, la sirena como figura femenina, también era una entidad del agua que ofrecía abundancia, ésta puede tener la cola de pescado o de una serpiente, se le relaciona con el color blanco al igual que la llorona, quien también se hace presente en espacios de agua.
La imagen de la serpiente, ya sea vinculada a la sirena o como representación sobrenatural del agua, es muy antigua y común en las poblaciones de origen mesoamericano. En algunos pueblos mazahuas se habla de la existencia de serpientes que son dueñas del agua y regulan su abundancia, por tanto, es común encontrarlas cerca de los ríos y manantiales.
Los cerros y cuerpos de agua, principalmente manantiales, son referentes geoculturales que delimitan los espacios sagrados a partir de ciertas temporalidades, los cuales comúnmente son controlados por entidades supranaturales, a diferencia de los espacios del pueblo, vinculados a un orden social, aunque en éste también hay injerencia de entidades supraterrenales en ciertos momentos del día y durante la noche.
En el caso de los pueblos mazahuas del occidente, las interpretaciones y valoraciones sobre el agua y la naturaleza mantienen cierta semejanza con la región noroccidente, sin embargo, se han gestado diversos procesos que marcan una forma distinta de relación con el entorno. En estos pueblos hay una tradición muy fuerte en torno a los rituales del agua, sobre todo el relacionado a la petición de lluvias el 3 de mayo. Algunos rituales se han vinculado a las prácticas católicas. Uno de los más significativos es el lavatorio de las prendas de los santos en los manantiales, durante la Semana Santa, como forma de purificación.
Suelen escucharse historias en las comunidades mazahuas de Villa de Allende sobre la existencia de sirenas, las cuales aún se veían, a pesar de que se hayan llevado el agua. Algunas personas entrevistadas mencionan que “todo se acabó” haciendo referencia de la desaparición de productos de los ríos y de los humedales que comúnmente eran aprovechados para la alimentación y comercialización local, a partir de la llegada del Sistema Cutzamala. La presencia de imágenes sobrenaturales como las sirenas y los duendes es anecdótica y cada vez menos frecuente, además de que en el caso de los duendes, hay una percepción negativa, vinculada al mal.
El Sistema Cutzamala en la captación del agua de esta cuenca ha enmarcado una percepción ambiental que se liga al desajuste ecológico. A diferencia de ello, en la región mazahua del centro y noroccidente, la percepción sobre la desaparición del agua ha sido encaminada a diferentes mitos e historias locales, ligadas al robo de la cruz de la iglesia construida en la zona de los manantiales termales, así como un castigo provocado por no respetar la propiedad del espíritu del agua.
Un caso semejante en que la interpretación de la comunidad retomó referencias míticas fue el del proyecto de desecación de las lagunas del alto Lerma, en los pueblos de San Mateo Atenco y otros que compartían la Ciénega. Estos pueblos aún mantienen muy presente una memoria sobre su pasado lacustre, sin embargo, al igual que como sucedió con las lagunas de la región mazahua de los Baños, en Ixtlahuaca, se vio afectada por la desecación provocada por la obra hidráulica para beneficiar los servicios de distribución de agua para la Ciudad de México, proyecto que se inició en 1950. En estas poblaciones se identifican figuras míticas como la Atlanchane o sirena, la cual es vinculada con la abundancia de agua, su desaparición es relacionada con la escasez de este recurso (TREJO; ARRIAGA, 2009).
La disponibilidad del agua es un problema severo, ya que las empresas tanto del Valle de Toluca como las de la zona industrial Pastejé, en el corazón de la región mazahua noroccidente, requieren de este recurso y las estrategias en su control son más evidentes. A ello se suma el proyecto de trasvase del Sistema Cutzamala, que está generando la mengua e incluso la desaparición de arroyos en algunas comunidades mazahuas del occidente. El agua que aún llega a los arroyos y riachuelos de las comunidades indígenas es de menor calidad y en muchos casos en condiciones de polución.
De igual forma, otro problema que han estado viviendo las comunidades mazahuas del Valle de Ixtlahuaca y Jocotitlán es el “control climático” que se le atribuye a la empresa Bionatur, del grupo IUSA, ubicada en Pastejé, la cual ha utilizado avionetas para lanzar bombas antigranizo para proteger su producción de jitomate en la temporada de lluvias. Los campesinos manifiestan que desde el 2008 esta empresa ha causado sequías y el retraso y disminución de lluvias por esta práctica. A pesar de las manifestaciones de los campesinos ante las autoridades municipales y estatales, no han recibido una solución, mientras, las siembras de temporal siguen viéndose afectadas. En algunos casos, los campesinos mazahuas han realizado rituales para “pedir disculpas” a las entidades de la naturaleza, o rezarle a los santos para que regresen las lluvias. Estas son formas de resistencia ideológica y ontológica, acompañadas de movilizaciones políticas en contra de los actores empresariales y gubernamentales.
De acuerdo con Carreón y Camacho (2011), el universo mazahua, conformado por los planos terrestre y acuático, tiene capacidad para actuar en beneficio o en detrimento de los seres humanos. El xitá es una figura central en el pensamiento mazahua, se vincula con los santos, los antepasados y los abuelos, marca la interacción entre seres numinosos y seres humanos.
La naturaleza viva se vincula a la representación de diferentes entes supraterrenales que, en su posibilidad liminal, generan una relación con entidades humanas, con ello, lógica de interacción involucra a entidades humanas y no humanas en un mismo nivel de conciencia. En diferentes momentos del día y la noche estas entidades no humanas pueden tener contacto con los sujetos en un nivel de humanidad semejante, pero en un grado distinto en cuanto a sus posibilidades de injerencia en el mundo humano.
Jacques Galinier (2006) ha analizado la contraposición de los sistemas del día y la noche en las comunidades mazahuas, donde la noche se vuelve el espacio de manifestación de diferentes seres y de transformación óntica de algunos animales (diferente a su nivel ontológico en el día), que genera riesgos y espacios de conexión de distintos niveles de la realidad.
Desde la visión cosmológica de las comunidades mazahuas se identifican dos elementos centrales: la representación del agua y la representación de la tierra, las cuales están arraigadas a partir de la relevancia de la agricultura y el sistema de la milpa. En esa condición, hay una representación tiempo-espacio: los espacios domesticados o socializados del pueblo a diferencia de los espacios del monte, de los ríos y manantiales. La importancia de los cerros se identifica también en su humanización y vínculo mitológico, ya que se cree que éstos se originaron por la presencia de gigantes, quienes fueron los primeros humanos, pero que no lograron sobrevivir, estos antecedieron a los humanos actuales.
La lógica de la percepción de la naturaleza mantiene una base interpretativa que está básicamente relacionada a la historia agrícola de las comunidades mazahuas, narrativas de vinculación y asimilación de una historia compartida entre el ser humano y su naturaleza. La posibilidad de asumir esa proximidad es la humanización del entorno, como una forma en que se genera una comunicación activa entre el ser humano y diferentes planos de realidad (terrenal, supraterrenal e infraterrenal).
Es significativo identificar las interacciones con el entorno en las comunidades indígenas donde los recursos naturales se definen a través de cosmologías y valores culturales, por intereses sociales y poderes económicos (LEFF, 2004, p. 82), con ello, los conflictos por la apropiación de la naturaleza ponen en tela de juicio otras epistemes que han sido subordinadas por los intereses estatales y corporativos. De ahí la trascendencia de la ecología política como enfoque analítico, ya que ésta se localiza en los linderos donde el ambiente puede ser recodificado e internalizado como campo económico, allí donde la naturaleza y la cultura resisten a la homologación de procesos simbólicos, ecológicos, epistémicos y políticos (LEFF, 2003).
La naturaleza, como lo hemos mostrado en este texto, es una entidad anímica, viva, en algunos casos es humanizada a partir de los personajes que la representan en las diversas narraciones de arraigo tradicional. El agua es un elemento central del sistema cosmológico mazahua. El Menye, así como otras entidades que se le asocian, está en constante relación con los cerros, la milpa, los ancestros y los santos. Este sistema integral da sentido a una forma de vida que enlaza los ciclos humanos con los naturales, a través de vínculos comunicativos y emotivos con el entorno.
Diversas comunidades indígenas han enfatizado la relevancia de los territorios simbólicos, concebidos como anímicos, ante la valoración de los territorios entendidos como espacios contenedores de recursos susceptibles para la explotación económica. En ese sentido, las prácticas narrativas que recrean la memoria social, se vuelven relevantes para la ecología política, puesto que da la posibilidad de entender las interacciones sociales que devienen en procesos de agencia, dinámicas de apropiación del entorno y de socialización de la naturaleza. Estas dimensiones de acción y discursividad que generan improntas sobre el espacio y el tiempo, son fundamentales en la lógica de la representación de los reajustes socioambientales y sus entramados de poder.
Asumiendo una correlación de lo social y lo individual desde condiciones de tensión, reajustes y flexibilidades construidas por las discursividades públicas y sociales, nos adentramos a diferentes dimensiones que envuelven la memoria desde su representación colectiva, en ello, no sólo se vuelve relevante los andamiajes que la constituyen, sino los actores, las técnicas y los entramados narrativos.
La memoria social como proceso intertextual es una dinámica eminentemente articulada en una dimensión poética. La narrativa de la memoria sobre el entorno fundamenta una ecoestética del mundo reconocido, habitado y enraizado en la experiencia humana. En ese sentido, las comunidades que mantienen la transmisión de sus narrativas de arraigo tradicional constituidas como ecomitologías o como narraciones que refuerzan las ontologías anímicas, se enmarcan en una condición poética de creación y recreación del ser-mundo-naturaleza.
Este proceso se apoya de los causes intertextuales de la memoria, donde la vida comunitaria es recreada. Las experiencias personales y sus exégesis alimentan las posibilidades constitutivas de los discursos socializados. Por ello, la narrativa oral se convierte en un referente sensible y edificante del ethos de las sociedades, puesto que marca un referente de acción social que es amalgamado con la tradición que lo precede.
Las comunidades mazahuas del Estado de México tienen un conglomerado de narraciones que recrean las relaciones sociales con la naturaleza desde valoraciones anímicas, en las cuales, además de resaltarse la importancia del respecto y cuidado del entorno, también se le percibe como una entidad que ejerce una influencia sobre los seres humanos a partir de su implicación en la cotidianeidad y sus diferentes influjos comunicativos. El agua, los cerros, los animales y diversas entidades naturales y sobrenaturales tienen estatus ontológicos indiferenciados, en algunos casos, a partir de su humanización.
Estos procesos narrativos han servido para fortalecer las luchas sociales, las etnogénesis de las comunidades indígenas en la defensa de sus territorios. Es por ello que, la memoria de estos procesos emana diferentes posibilidades no sólo del pasado, sino de las prospectivas que las propias comunidades recrean para enfatizar modos de vida distintos, otras formas del ser en el mundo, en la convivencia con el entorno.
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La milpa es un sistema de producción agrícola que se caracteriza por el policultivo, siendo el maíz el cultivo central, acompañado de frijol y calabaza en la mayoría de los casos. Este sistema es común en los pueblos de origen mesoamericano.↩
Resumen:
Este texto es una reflexión desde los aportes de la ecología política latinoamericana, de la cual se retoman algunos fundamentos, articulados al análisis de la memoria intertextual, para interpretar la ontología relacional y racionalidad ambiental que expresan las comunidades mazahuas del Estado de México. Nos hemos enfocado a estas comunidades, ya que sus constructos narrativos y diversas prácticas culturales conciben a la naturaleza como un todo integral, una entidad viva. Esta perspectiva ontológica es una forma del ser en el mundo y representa otros caminos de la convivencia con el entorno. Metodológicamente, se realizó trabajo de campo en las comunidades mazahuas cercanas a los ríos Lerma y Cutzamala. A partir de la etnografía y entrevistas a profundidad, se analizó la percepción del agua y la naturaleza como construcción narrativa de la memoria social en los procesos de transformación del entorno, derivados de proyectos de trasvase y la instalación de industrias privadas en los territorios indígenas.
Palabras-clave:
Ecología Política Latinoamericana; Memoria Intertextual; Narrativa; Ontologías de la Naturaleza; Pueblos Indígenas.
Abstract:
This text is a reflection from the contributions of Latin American political ecology. We analyze intertextual memory to interpret the relational ontology and environmental rationality expressed by the Mazahua communities in the State of Mexico. We have focused on these communities, since their narrative constructs and diverse cultural practices conceive of nature as an integral whole, a living entity. This ontological perspective is a way of being in the world and represents other ways of coexistence with the environment. Methodologically, fieldwork in the Mazahuas communities near the Lerma and Cutzamala rivers was conducted. Based on ethnography and in-depth interviews, the perception of water and nature was analyzed as a narrative construction of social memory in the process of transformation of the environment in indigenous territories.
Keywords:
Latin American Political Ecology; Intertextual Memory; Narrative; Ontologies of Nature; Indigenous Peoples.
Recebido para publicação em 25/01/2020
Aceito em 16/05/2020